Vivir es morir. Morir es vivir. (1998) Universitat Pompeu Fabra

Anuario de Psicología
1998, vol. 29, no 4, 101-107
1998, Facultat de Psicologia
Universitat de Barcelona
Vivir es morir. Morir es vivir.
Informe a un congreso
Magda Catalá
Universitat Pompeu Fabra
En el curso que dirijo en la Universidad Pompeu Fabra, << Aprender a vivir, ayudar a morir >> hemos contado con la participación del doctor Xavier Gómez Batiste organizador de los Servicios de Cuidados Paliativos en Cataluña. El apuntaba en una de sus clases, que el próximo paso importante a dar en el campo de la medicina hospitalaria sería el poder trasladar el espíritu que anima a los equipos que atienden a los enfermos terminales a etapas de atención previas. Lo que Xavier quiere decir con ello es que todo lo que se plantea como urgente alrededor de la cama de un moribundo podemos, debemos, planteárnoslo antes, mucho antes. De esta forma podríamos acercarnos a la muerte de un ser querido, o a la propia, con menos miedo, con más consciencia y serenidad.
Este congreso es, sin duda, un ejemplo de esa linea de trabajo. Hoy aquí, más de mil personas, en principio cuerdas y en buen estado de salud, nos reunimos para aprender algo, o tal vez sería mejor decir para des-aprender mucho de lo que se nos ha enseñado. Somos herederos de una cultura torpemente hedonista que fomenta, por todos los medios posibles, no la búsqueda de la verdad, sino la obtención de placer. El placer no puede proporcionarnos felicidad duradera alguna ya que, si bien alimenta nuestros afanes cotidianos se nutre, no de verdad, sino de fantasías, de los deseos más infantiles y egoistas que pueblan el inconsciente del ser humano. Así pues, si queremos acercarnos al tema de la muerte hemos, ante todo, de desandar caminos trillados y cuestionarnos a nosotros mismos a fin de analizar detenidamente el cúmulo de prejuicios y temores que llevamos dentro. Hemos de tener el coraje de poner bajo la lupa de nuestra inteligencia consciente todo aquello que, en nombre de una felicidad tan barata como imposible, se nos ha ocultado. Pero, podríamos preguntarnos, si el dolor existe y la muerte es un hecho ineludible, cómo podemos ser felices? Voy a intentar compartir con uds. la que hoy para mí es la respuesta y que no es otra que la que inspira el titulo de este congreso y de mi propia ponencia: vivir es morir ... y hemos de aprender a vivir muriendo. Pero, morir es vivir. solo a medida que hayamos aprendido lo primero, se desvelará, progresiva y naturalmente, el misterioso sentido de la segunda aseveración.
Lo primero a clarificar así, es el carácter profundamente terapéutico y creativo de cualquier actitud que se interese por el dolor, las pérdidas, el sufrimiento y la muerte y, muy especialmente, antes de estar ya afectados por ellos. Es evidente que es inteligente interesarnos y aprender algo sobre aquello que más tarde o mis temprano todos vamos a vivir. Pero esa actitud, sin embargo, atenta, en principio, al llamado sentido común. Hace unas semanas, en una mesa redonda, escuchaba a un conocido psiquiatra afirmar que ocuparse de la muerte antes de tiempo es indicativo de una tendencia morbosa y negativa que resta posibilidades a vivir bien. La mesa redonda había sido organizada por un grupo de estudiantes de medicina interesados en conocer otras perspectivas que las que se les ofrecen dentro de la carrera. Es muy triste y tremendamente empobrecedor que la juventud siga escuchando de sus mayores, de sus maestros, opiniones como esa.
Pero no es fácil modificar esa opinión sin detenernos a reflexionar seria y profundamente sobre el tema. El miedo a la muerte está anclado en el corazón de cada uno de nosotros y se requiere de mucha deliberación para poder ir erradicando de nuestra tan sensata manera de pensar, todo aquello que no somos sino que pensamos que somos... Y pensamos, claro está, que pensamos bien. Muy pocas veces nos detenemos a pensar en soledad, esto es, a pensar realmente, a preguntarnos, por ejemplo, acerca de dónde nos viene nuestra propia manera de pensar. Repetimos esquemas mentales heredados, reproducimos pautas de conducta y si no nos mueve algún afán de verdad, nos quedaremos ahí, cómodamente instalados en el supuestamente placentero sentido común. El sentido común es siempre muy razonable; sus motivaciones son siempre muy comprensibles y sus argumentos, todos, muy lógicos. Por otro lado, es indudable que todos queremos ser felices, de modo que ¿qué sentido tiene el detenerse a considerar seriamente el hecho evidente de que nuestra vida se dirige, desde que nacemos, a su fin...?
El miedo a la propia muerte se aminora matando. La historia de la humanidad es la historia de sus guerras, es decir, la historia de los poderosos mecanismos de defensa que el hombre ha empleado a fin de vencer sus temores y descargar en los otros su miedo a morir. Los psicoanalistas sabemos hasta qué punto el deseo de matar reemplaza al deseo de morir. Hasta qué punto, por ejemplo, todo suicidio es un asesinato frustrado; todo miedo enmascara un deseo y viceversa. Si la forma habitual de tranquilizarnos respecto a nuestros enemigos externos es armándonos para la guerra de modo que podamos estar seguros de que no moriremos sino que, por el contrario, nosotros los mataremos a ellos, antes y mejor..., la forma habitual
de tranquilizarnos acerca de nuestros propios temores internos, de la muerte que crece en nuestro interior, es aniquilando, por medio del olvido, toda noción de mortalidad. Así pues, nos autoconvencemos de que lo sensato es olvidarse de la muerte y lo inteligente vivir tranquilos, instalados en una felicidad ilusoria que lejos de añadir sabor, color o valor a la vida, merma su verdadero sentido, nos distrae de su carácter esencialmente impermanente y, por lo tanto, precioso.
La razonabilidad, en ese sentido, no es sino una hábil estrategia del propio ego. La razón, cuando está al servicio del ego, racionaliza cualquier cosa a fin de mantener su imperio, y no perder ni un ápice de su ilusión de poderlo-todo. Pero la racionalización consensuada del propio miedo no es inteligente; responde solo a la ignorancia generalizada y elevada, eso si, al estatus de cultura. Hemos de tener el coraje de cuestionar el propio bagaje cultural e internarnos en nosotros mismos a fin de tomar conciencia y hacemos responsables de lo que ocurre dentro de nuestras cabezas, de qué es lo que realmente pensamos, de qué o quiénes, somos de verdad.
Porque no hay duda de que los mecanismos de defensa, la misma negación, por ejemplo, tienen su propia lógica y cumplen una función importante en el equilibrio psíquico. Ahora bien, son seriamente patológicos y nos limitan o privan de desarrollar nuestro verdadero potencial como seres humanos. Los mecanismos de defensa están para protegemos, si, pero no para convertirnos en tanques blindados o en caballeros atrapados en una armadura oxidada e imposible de quitar.
La vida es transformación constante, el sucesivo desenvolvimiento de conjuntos de complejidad e integración crecientes. La vida es un despliegue incesante de maravillas que conllevan, siempre, la muerte del estado anterior. Por ejemplo, una semilla no puede germinar y convertirse en árbol sin sufrir transformaciones radicales, esto es, sin morir a su estado de semilla para desarrollarse como arbusto y luego como árbol. Ahora bien, también es evidente que los seres humanos somos algo más que vida vegetativa y que si bien el crecimiento biológico nos viene dado, el madurar realmente no. Madurar se refiere al crecimiento interno y, desgraciadamente, es fácil llegar a viejos y seguir estando fijados a pautas egocéntricas, narcisistas e infantiles. El proceso de convertirnos en personas maduras no nos viene dado, requiere de consciencia y deliberación. Se dice, y en parte es verdad, que el sufrimiento nos hace madurar pero el sufrimiento no es condición suficiente, podemos sufrir mucho y seguir siendo igualmente in-
maduros e ignorantes.
Así, ¿en qué momento o cómo podemos, debemos, intervenir en nuestro crecimiento a fin de, por ejemplo, llegar a ser unos viejos sabios, en lugar de unos pobres viejos; ancianos amargados, resentidos y endurecidos por los inevitables golpes de la vida? Si la madurez no es un logro gratuito, tanto menos la sabiduría. Si los jóvenes no siempre maduran por el solo hecho de cumplir años, las personas maduras no se hacen sabias por el solo hecho de envejecer. Cualquier persona que se haya detenido a reflexionar seriamente sobre lo que supone cambiar realmente algún aspecto de su vida sabe, por experiencia, que la clave de su transformación ha pasado por confrontar, de alguna manera, una muerte interior. Solo la práctica continuada de ese proceso de cambio y crecimiento interior nos permitirá madurar, y solo el mantenemos abiertos y dispuestos a seguir madurando consciente y deliberadamente a medida que envejecemos, nos permitirá adquirir la sabiduría que debiera caracterizar, en principio, a cualquier persona de edad avanzada. Solo la madurez y la sabiduría alcanzadas a lo largo de la vida nos posibilitarán vivir la propia muerte con la serenidad y la confianza que a todos nos gustaría. Ese es un logro factible pero requiere, como hemos visto, un esfuerzo constante y considerable lucidez. Porque, ¿podemos los humanos encarar el hecho de que vamos a morir como lo que es, una realidad patente, y vivir consecuentemente a fin de que la propia muerte, como rezaba Rilke en uno de sus sonetos: «nos sea verdaderamente una salida -feliz- de esta vida...»?
Sogyal Rimpoche el autor de El libro tibetano de la vida y de la muerte, dice que la muerte es el espejo donde el sentido de la vida se refleja. Pero, ¿Cuándo nos miramos en ese espejo? ¿Cuándo nos preguntamos realmente por el sentido de nuestra vida? Vivimos aferrados a la ilusión de un tiempo sin limites, de una vida sin muertes y, a la vez, secretamente obsesionados por los años y aterrorizados ante la idea de morir. Es el tiempo y no la vida lo que nos preocupa, es su longitud y no su profundidad 10 que buscamos. Queremos durar. Queremos permanecer los mismos y detener aquí, en mi pequeñita vida personal, la fuerza que impulsa natural e inevitablemente todo proceso vital. Es importante que tengamos presente que el miedo a la muerte no nos aleja de la muerte, nos aleja de la vida. Nos priva de la posibilidad de una vida plena de sentido regalándonos, eso es cierto, una vida tranquila pero esencialmente carente de autenticidad.
La autenticidad, como el amor o la libertad, son palabras tan mal usadas como mal entendidas. Hay que redefinirlas, recordar su significado original. Cito a Heidegger: <<La falta de autenticidad, dice, se debe a la falta de consciencia y aceptación profunda de la propia finitud, esto es, de la muerte>>. Es decir, la autenticidad y la aceptación del hecho ineludible de la muerte, son sinónimos. Y solo si somos auténticos podremos saber y, consecuentemente dar testimonio, o mejor ser testimonio de lo que es ser una persona madura y sabia, de lo que es estar preparados para bien morir.
Es Maslow quien afirma: <<Si deliberadamente decides ser menos de lo que eres capaz de ser, serás profundamente infeliz el resto de tu vida.>> ¿Es capaz el ser humano de confrontar su propia finitud, capaz de vivir auténticamente y, en base al ejercicio constante de vivir cada instante con consciencia de su intrínseca perentoriedad, prepararse para bien morir? Sabemos de sobra que la opinión generalizada es que no. La <<razonabilidad>> se transmite mucho más fácilmente que el más infecciosa de los virus. Todo nos alienta a pensar que no, que no somos capaces. Lo humano decía el psiquiatra que mencionaba al principio, es tener miedo y negar esa realidad. Estoy segura de que todos los que estamos aqui compartimos una idea más elevada y noble de nosotros mismos y secundaríamos a Emerson cuando nos invita: <<Toma el camino desde el hombre no hacia el hombre>>. O al mismo Darwin cuando dice <<Podemos excusar al ser humano de sentir cierto orgullo por haber conseguido ascender, aunque no haya sido por su propio esfuerzo, hasta la cúspide de la escala orgánica. Este ascenso alimenta la esperanza de un destino todavía más brillante... Ese destino más brillante ha de pasar, no por logros científicos o técnicos aún más rimbombantes -y, dicho sea de paso, más potencialmente peligrosos para la vida en el planeta tierra- sino por una mayor consciencia que nos capacite para ser mejores personas, mis maduras y sabias, esto es, seres humanos más responsables y bondadosos.
Mi confianza en esos logros, en la capacidad de los seres humanos para autotransformarse, para crecer en aceptación y sabiduría y acercarse a la propia muerte o a la de seres queridos con serenidad y amor, me la dan mis pacientes. Tuve la suerte de que, desde muy al comienzo de mi practica terapéutica, personas diagnosticadas con una enfermedad grave y terminal acudieron a mi en busca de ayuda. Confieso que alguna vez intento rehuir esas situaciones que por entonces me parecían muy superiores a mis capacidades y experiencia, pero la vida ha sido muy generosa conmigo y puesta, una y otra vez, delante de la misma prueba hoy puedo afirmar sin sombra de duda alguna, que las personas que se lo proponen pueden ser auténticas, esto es, pueden abrirse a una vida infinitamente mis plena que la <<normal>> o habitual y aceptar el hecho de morir como una transformación mis en su proceso de vida, como un nuevo cambio profundo y radical, que habrá de aportarles, como todos los cambios precedentes, una liberación y una nueva forma de vida. Creo que todos los que tenemos el privilegio de trabajar con enfermos terminales hemos podido escuchar alguna vez frases como éstas: <<Sabes Magda, tengo que dar gracias por esta enfermedad, sin ella no me habría enterado nunca de lo que es la vida>> o, <<me parece increíble, pero siento que me he muerto tantas veces a lo largo de este trabajo de conocerme a mi mismo, que ya no tengo miedo de morir>>. Testimonios así no se olvidan nunca.
Y sí, eso que las personas aprendemos por lo general a lo largo de un proceso terapéutico o, a veces, con los reveses de la vida, un divorcio, la muerte de un familiar, una enfermedad o una depresión profunda, podríamos, deberíamos, de aprenderlo todos, todos los días. Eso sería de sabios. Ocuparnos antes, mucho antes de encontrarnos en una situación crítica, de todo aquello que en principio nos asusta y que por costumbre obviamos, y atrevemos a reflexionar larga y concienzudamente ante el espejo de la propia muerte porque ahí, y solo ahí, se revela limpia e inequívocamente el sentido de la propia vida.
El misterioso sentido, por ejemplo, de todas aquellas verdades tan evidentes como inaccesibles a nuestra vida. No en vano se dice que lo evidente es lo más difícil de comprender. Es decir, si por comprensión entendemos la realización de un saber y no una mera información teórica, comprender lo evidente es de sabios. Las grandes verdades son evidentes. Todos los grandes maestros las repiten: dios es amor, ama a tu próximo, solo la verdad nos hace libres, sé generoso, perdona, etc. Quién no lo sabe y, sin embargo, ¿somos capaces de realizarlas? Pero, cuál es la clave, dónde está la diferencia entre informarse o saber teóricamente y realizar, esto es, poner en práctica, encarnar, ser y no predicar, ser realmente amorosos, generosos, auténticamente libres?
Mointigne afirma que <<La muerte es mis fácil para aquellos que se han ocupado de ella durante la vida>>. Jung todavía va mis lejos: <<Como médico estoy convencido de que es higiénico descubrir en la muerte una meta hacia la cual uno puede esforzarse y que rehuirla es algo insano y anormal que sustrae su propósito a la segunda mitad de la vida>>. Pero, ¿cómo ocuparnos de ella? Si la muerte no forma parte de nuestra experiencia cotidiana, si no podemos aceptar la pérdida de nuestros bienes materiales, o el dolor que conlleva el inevitable deterioro físico de nuestros cuerpos, si de ninguna manera podemos asumir y superar la muerte de nuestros seres queridos, o ni se nos ha planteado nunca la posible muerte de rasgos o aspectos de lo que al parecer conforma y determina nuestra propia identidad..., es imposible ocuparnos de ella. Ocuparse no quiere decir pre-ocuparse o pensar mucho. Ocuparnos quiere decir esforzarnos, crecer cada día en desapego y benevolencia.
El desapego es una forma de muerte que por lo general nos resulta enormemente dolorosa y nos hace conocer a fondo el sabor del sufrimiento. Perder una ilusión, una propiedad, una persona, un afecto, la propia juventud o aspectos de nuestra salud o personalidad, son experiencias muy traumáticas, dolorosas y difíciles de superar. Porque <<Más dolorosa que la muerte propiamente dicha, dice Stephen Levine, es la muerte de algún aspecto del propio ego>>, es decir, es doloroso y difícil aceptar los cambios, aceptar las muertes que conllevan una transformación auténtica y no un mero cambio de camisa. Transformación es sinónimo de evolución, de una cada vez más compleja y mayor armonización entre los inevitables cambios externos -las sucesivas pérdidas de las muchas cosas que la vida nos concede y que la vida misma nos retira- y los procesos internos que esos cambios nos generan. Detrás de cada uno de nuestros apegos se oculta siempre el mismo anhelo loco: nuestro ego quiere durar eternamente y no es nada fácil renunciar a ese egoísmo ideal. Desapegarse supone la renuncia lúcida y constante de lo que yo más quiero, de todo aquello en lo que mi ego ha proyectado su ilusión de eternidad. Solo la práctica consciente y constante del desapego nos permitirá ir aprendiendo a soltarnos, a dejar ir, a morir simbólica pero vivencialmente a todo lo que fui y lo a todo lo que soy. Esforzarnos en el desapego es, sin duda, el ars moriendi por excelencia.
La benevolencia, en cambio, es índice de que una nueva vida se esta dando, de que hemos cruzado felizmente el umbral de la dureza, el dolor, el rencor, la amargura y el resentimiento. De que hemos sabido aceptar plenamente la pérdida de todo aquello que tanto nos habíamos creído y que tanto habíamos querido; de que hemos sabido soltar nuestros apegos y sobreponernos a las muertes de las cadenas del pasado y limpios de sus cicatrices. El pasado es agua pasada y nos sentimos abiertos y dispuestos a una nueva vida. Una vida, claro está, rnás vieja, más plena, más sabia y más creativa. La benevolencia implica una lección de la vida/muerte que es la vida, un haber muerto de alguna manera a nuestra anterior manera de ser, y un habernos sobrevivido, un saber renacer. Esa lección no se olvida; genera confianza y sabiduría. Una sensación muy grata para con nosotros mismos y consecuentemente para con todo el mundo. Esa gratitud se muestra; se manifiesta natural y benévolamente en nuestro ser, en nuestro hacer de cada día. Obras son amores, que decía Santa Teresa.
Es pues a fuerza de repetir una y otra vez esa experiencia en uno mismo como uno aprende a vivir muriendo. La muerte deja de ser el enemigo y se convierte en colega, en compañera incómoda, claro está, pero provechosa de la vida. En maestra rigurosa y efectiva que nos obliga a vivir despiertos, nos sitúa en un presente perfecto donde no tienen cabida la mentira o el engaño: la inautenticidad. A fuerza de mantenernos abiertos y en contacto con las transformaciones constantes que ocurren en nuestro interior disolveremos, poco a poco, toda falsa esperanza, esto es, las densas capas de estupidez racionalizada e interiorizada que nos mantienen amodorrados, dormidos, a salvo de vivir de verdad. Dice Karifried Graf Diirckheirn: <<Sólo cuando nos exponemos una y otra vez a la aniquilación, lo inalterable puede emerger: eso es estar despiertos. >>
Y hemos llegado al punto donde la segunda frase del título de este congreso empieza a revelarnos su sentido. Morir es vivir porque aprender a morir es estar despierto, es acceder a una vida auténtica y rebosante de sentido que nos proporciona más felicidad que todos los placeres del mundo juntos. Nos abre a la comprensión, esto es, a la realización de la feliz certeza de que la muerte es la sal de la vida, de que podemos morir a cada instante y acceder a otra forma de vida mejor; que la muerte, tal y como la teme mi pequeño ego, no existe. Solo existe la vida. La vida es transformación constante, un despliegue maravilloso e infinito de unidades de orden superior.
<<La hora de la muerte es cada momento>> dice un poeta, Eliot. <<La vida eterna pertenece a aquellos que viven en el presente>> afirma un lógico matemático, Wittgenstein. Vivir en el presente, renunciar a la ilusión del tiempo, experimentar realmente la impermanencia de todo y soltar, dejar morir cada instante
para renacer al siguiente, esa es la clave. Pero hemos de aprenderlo en carne propia a fin de poder comprenderlo. Comprender a Ken Wilber, por ejemplo, cuando afirma que el crecimiento es un proceso de autorrealización a través de la autotrascendencia. Solo si la trascendencia deja de ser una palabra misteriosa y se convierte en experiencia cotidiana, en parte de nuestro modo de ser, podemos empezar a vislumbrar el sentido profundo y esperanzador de lo que de distintas maneras y de formas muy diversas han afirmado siempre los sabios y los místicos de todos los tiempos y todas las culturas.
<<Bienaventurados los que mantienen su hora de la muerte ante sus ojos y se disponen a morir cada dia, La imitación de Cristo. <<El reino de Dios es para los que están completamente muertos>>, Maestro Eckhart. <<Mi existencia no es tocada por la muerte de mi organismo>>, Benoit. <<Mientras ud. no sabe cómo morir y vivir de nuevo es solo un afligido viajero sobre esta tierra oscura>>, Goethe. <<Yo muero todos los días>>, San Pablo. <<La supervivencia personal es irreal y carece de valor, porque el propósito de la vida es ser eterna cada momento; esa es la única inmortalidad que podemos poseer plenamente,,, Tillich. <<Muere antes de morir>>, Rurni. <<Sabréis, a su debido tiempo, que vuestra gloria esta donde dejáis de existir>> Ramana Maharashi.
¿Cómo se hace? ¿Cómo podemos dejar de existir y seguir viviendo? Cuando los sabios y los místicos nos aconsejan deberíamos de escucharlos en lugar de hacernos de oídos sordos y considerar morbosas o de mal gusto sus sentencia~. Ellos son espíritus maduros, esto es, expertos en el arte de autotransformarse y trascender. Sus vidas son testimonio de un esfuerzo constante por superarse a sí mismos, ejemplos de la capacidad inherente a todo ser humano de aprender y superar creativa y felizmente toda clase de transformaciones internas; de nuestra capacidad de madurar en base a vivir con consciencia las inevitables y dolorosas muertes psíquicas que posibilitan el despertar de una forma de vida más diferenciada y compleja, más íntegra y armoniosa. Porque solo la muerte de nuestra queridísima sensación de identidad, esto es, de nuestro tal vez ya viejo y triste ego, nos posibilitará realizar en carne propia la experiencia de lo que se denomina vida espiritual. Solo ese difícil y azaroso logro, la constatación en vida de que la muerte es una transición y no un final, nos permitirá morir en la confianza, en palabras e Boheme, de que <<quien muere en vida no muere al morir.>> Morir con sabiduría es una meta por la cual podemos esforzarnos, consistiría en poder dejar este mundo con el conocimiento interno e inequívoco, con la tranquilidad absoluta, de que Morir es Vivir..., de que sólo hay Vida.





